Por Liliana González Rojas

Antropóloga Cultural

antropologalilianagonzalez@gmail.com

 

La vida, en tanto encuentro, en tanto universo infinito de correspondencias, nos ha impulsado a evolucionar haciendo uso de nuestra capacidad para relacionarnos. Somos una especie que desarrolla su vida en grupo, compartiendo, procurando soluciones conjuntas. Gracias a esta capacidad para asociarnos, hemos logrado por ejemplo, en gran medida, conseguir los alimentos que necesitamos. Procesarlos, prepararlos, compartirlos. Las actividades del sector primario destinadas a la producción de alimentos tienen un rol central en nuestras economías. Así como lo tiene, en cada hogar, la cocina. En tanto espacio físico, oficio y actividad. Esto, en prácticamente todas las culturas, para habitantes de todas las latitudes y de cualquier condición socioeconómica. En las cocinas de los hogares tienen lugar, más de una vez al día, múltiples acciones en torno a la preparación y el consumo de alimentos, que conllevan a conversaciones, interacciones, espacios de creación, de activación de los sentidos, de transmisión de conocimientos. A esto prestamos especial atención desde el oficio etnográfico, quienes tenemos como profesión la antropología, apreciando con detalle significados, rituales, temporalidades, cualidades y maneras de socializar en torno a la cocina y el alimento.

En cuanto a la socialización: desde que nacemos, nuestra primera acción es un llamado de atención para que acudan a nuestro cuidado. Con el primer llanto, al nacer, no solo se activan nuestros pulmones y respirando, sentimos el soplo de la vida, sino que llamamos para que nos acojan en nuestra abrupta llegada a la vida en la tierra. Y el segundo acto, que calma ese importante primer llanto, es el de alimentarnos. Entrando en una cálida relación tangible con nuestra madre que nos amamanta. Así que desde el inicio, la alimentación es una acto de socialización. Antropólogos como Audrey Richards y Sidney W. Mintz dedicaron su obra a este tema durante el siglo XX, estudiando además, cómo el universo de técnicas, eventos, hábitos, conocimientos y valores asociados a la cocina y la alimentación, otorga identidad cultural. Desde niños se nos introduce a los alimentos, la cocina y los hábitos de mesa locales, (o de piso de tierra, o de reunión en torno al fogón de leña), y con ello, se nos introduce social y culturalmente a nuestra comunidad. Una comunidad puede entenderse como un grupo humano con valores, propósitos, actividades, identidad y códigos de lenguaje compartidos. En el caso de comunidades de origen, también se comparte la historia.

Para Yori, joven Nonuya, a quien conocí junto con su familia en la comunidad Peña Roja del Amazonas colombiano, en el año 1998, identidad y sentido de pertenencia están estrechamente relacionados con la consecución y la preparación cotidiana de alimentos. En la época en que conviví con ellos, el día iniciaba antes del alba procesando la yuca brava. Para el tucupí y para el casabe. Momento en que Yori gozaba de conversar con su madre, cerca del fogón (“to’bw’e”). Su educación, además de la etnoeducación formal, pasó por el conocimiento trascendente de su hábitat, donde compartió la pesca con su padre, las jornadas en la chagra con su familia, los ratos de juego y de comer frutas, hormigas, casabe, con sus amigos. Su comunidad se reunía y se reúne aún hoy en día, para asegurar, cocinar, consumir los alimentos, y transmitir las historias y los significados asociados.

Emilio, por su parte, es un pescador experimentado de mar abierto en el océano Pacífico. Y, si bien recorrió medio mundo, después de dos décadas volvió a su Bahía en el Chocó: para vivir de la pesca. La pesca artesanal como la había aprendido de niño. Cuando lo conocimos en el año 2018, sus comunidades eran su familia y su población natal pesquera. Más recientemente había comenzado a hacer parte de asociaciones que apoyan, protegen y visibilizan las prácticas de pesca artesanal sostenible. Este último, es un tipo de comunidad constituida por personas que pueden tener diferentes orígenes culturales o geográficos, para trabajar en torno a necesidades o propósitos comunes.

El caso es, que, tanto en la vida de Yori como en la de Emilio, la consecución, la producción y el consumo de alimentos han generado vínculos, sentido de pertenencia e identidad, en torno a sus comunidades.

Ahora bien, para quienes vivimos en sociedades marcadamente heterogéneas y menos articuladas que las de Yori y Emilio, la identidad y el sentido de pertenencia siguen estando presentes en nuestra alimentación y nuestra gastronomía. No solo porque cada cocina de cada hogar es por lo general centro de actividad cultural y de confluencia social, sino porque en nuestros platos pueden aún estar presentes sabores de nuestra infancia, recetas de abuelas y abuelos provenientes de diferentes geografías, con sus costumbres y rituales de mesa. Podemos encontrar tradiciones asociadas a nuestros orígenes y también gozosas interacciones entre culturas, gastronomías, amigos. Pero a diferencia de Yori y Emilio, puede que tengamos un gran reto en cuanto a la transmisión, o la recuperación, de las historias, los valores y la sostenibilidad asociada a estos platos. Es decir, puede que a causa de la heterogeneidad de la vida moderna, o de los sincretismos culturales, en donde tal vez no sintamos que pertenezcamos a una comunidad más allá de nuestra familia extensa (o a veces ni siquiera compartamos con esta), necesitemos que nos enseñen o recuerden el trasfondo, los contextos, las historias de las comidas que preparamos, de los alimentos que consumimos, ya que en nuestro entorno se han ido olvidando. ¡Cuánto nos enriquece aprender de quienes conocen y entienden estas prácticas y tradiciones así como sus valores asociados! Nos permite reflexionar sobre nuestros hábitos, nuestros orígenes, y su influencia en nuestra salud, identidad, relaciones, hábitat.

Lo colectivo parte de lo heterogéneo, es una esfera de socialización en la que múltiples identidades, orígenes, comunidades, se encuentran (nos encontramos) de forma permanente o efímera. La belleza de lo colectivo está en que la diversidad es su base y, por lo tanto, se hace indispensable saber socializar, convivir y construir a partir de ella. Parques, restaurantes, museos, redes sociales digitales, son espacios de encuentro colectivo. La ciudad, en sí misma, lo es. Muchas culturas y comunidades interactúan, conviven, se permean en ella. Hoy en día nos damos cuenta, cuán necesario es fomentar el que podamos vivir en estos entornos colectivos a través de acciones e interacciones amables, en profundo respeto y mutuo reconocimiento.

Desde toda comunidad, y toda colectividad, podemos esforzarnos por fomentar e inclusive educar para esta convivencia. Si así lo queremos. Y en esto, la producción de alimentos, la cocina, la mesa, pueden tener un rol central. Como momentos de paz compartida para nutrirnos de muchas maneras.

Para restaurar prácticas sostenibles, historias que nos conectan. Y activar nuestro sentido de pertenencia. Local, sí. Pero también común y colectivo: con respecto a este (nuestro único gran hogar) el planeta tierra.

En el que todos somos familia.

 

Bibliografía

Augé, Marc. Le sens des autres. Fayard. 1994. France.

Geertz, Clifford. Los usos de la diversidad. Paidós. 1996. España.

González, Liliana.  Comunidad Nonuya, río Caquetá, PNN Cahuinarí. Diario de campo personal. 1998. Colombia.

Goody, Jack. Talk by Audrey Richards ‘On fieldwork’. Filmed by the Audio Visual Aids Unit. 1982. Cambridge.

Online. https://www.youtube.com/watch?v=GDdKvloisBg&t=1121s

Hosie, Simón; González, Liliana et al. Revista ¡Buenas! Historias de vida del Pacífico colombiano. Escuela Taller de Buenaventura. Ministerio de Cultura. 2018. ISBN:9789585671416. Colombia.

Mintz, Sidney W. Comida e antropologia. Uma breve revisão. Revista Brasileira de Ciencias Sociais – Vol. 16 Nº. 47. outubro/2001. Sao Paulo, Brazil.